LA MENTIRA Y LA SALUD

En los cuentos infantiles el mentir hacía que le creciera la nariz a Pinocho, pero en la realidad la mentira afecta la salud física, mental y las relaciones sociales. En una investigación preliminar realizada por docentes de la Universidad de Notre Dame, en Estados Unidos (Kelly y Wang, 2012) se estimó que la gente dice entre 1 a 2 mentiras por día, un promedio de 11 mentiras por semana, y que al reducir ese número resulta beneficioso para la salud. El estudio se realizó con una muestra de 110 personas, de 18 a 71 años, durante 10 semanas. Consistió en analizar cómo esa muestra respondía ante determinadas situaciones. La mitad de los participantes fue entrenada para reducir la cantidad de mentiras que se dice habitualmente. El resto no recibió ninguna instrucción. Se evaluaron varios parámetros físicos, a través de análisis de laboratorio y también se observaron las interrelaciones personales. Especialmente los investigadores querían saber si las personas que disminuían el número de mentiras mejoraban su estado físico. Los resultados fueron impresionantes: “Los participantes que redujeron sus mentiras diarias obtuvo mejoras significativas en su salud física y mental". Según la psicóloga Anita Kelly, autora principal del estudio, los cambios positivos fueron que bajaron los sentimientos de tensión, los de melancolía, los dolores de cabeza y las molestias en la garganta.
Recientemente investigadores de la Universidad de Harvard han descubierto cómo funciona el cerebro de los mentirosos. La persona que miente tiene que maquinar los detalles del engaño, recordar cómo era su estafa, saber a quién está engañando, fingir una nueva identidad ocultando la suya, estar atento para no incurrir en errores y tener un “plan b” por si la víctima no cae en su engaño. Todas estas actividades requieren la activación mayor del lóbulo temporal, el lóbulo frontal y el sistema límbico que cuando decimos la verdad. Estudios realizados con timadores patológicos mediante resonancias magnéticas, se comprobado que el lóbulo frontal sufre una reducción de un 14% de la sustancia gris y un aumento del 22% de la sustancia blanca. Cuanta más sustancia blanca tienen, mayor es su capacidad de engaño. Este aumento en la materia blanca otorga al mentiroso las herramientas necesarias para dominar el arte del engaño y la estafa. El hecho de tener menos materia gris en el lóbulo prefrontal hace que se preocupen menos por los aspectos morales de sus decisiones ya que tienen una mayor dificultad para procesar este tipo de pensamientos.
Hace muchos años tenía un compañero que sufría de mitomanía (aunque él jamás lo reconoció). Tenía una capacidad asombrosa para mentir. Llegué a la conclusión que el 95% de lo que decía eran mentiras y el otro 5% era dudoso. Hablaba con una soltura y seguridad llamativa. A mí me divertía preguntarle cosas que conocía para observar sus habilidades de distorsionar la realidad y los hechos. Ahora descubro que ese compañero debía carecer de materia gris en el lóbulo frontal y quizás en gran parte de su cerebro. También se sabe que los timadores son personas que, por lo general, presentan lesiones en las zonas de la corteza prefrontal ventromedial y dorsolateral, lo que hace que no sean capaces de general una respuesta emocional normal ante un agravio, presentando menos empatía y sentimientos de compasión, vergüenza o culpa, a pesar de que su inteligencia y su razonamiento lógico funcionen adecuadamente. 
La recomendación de los especialistas es apostar por la verdad. Mantener una comunicación franca, sincera y honesta es la forma más saludable de relacionarnos con los demás y hacer que nuestro cerebro funcione adecuadamente. Solo le agregaría que la veracidad es otra condición que favorece la alegría de vivir.

¡CUIDADO CON LOS DIAGNÓSTICOS FATALISTAS!

“¿Dónde queda entonces mi esperanza? ¿Quién ve alguna esperanza para mí?” – Job 17:15 (NVI)

Sufriendo intensos dolores, con su cuerpo consumido por la enfermedad, angustiado, Job todavía tiene que sufrir el diagnóstico pesimista de sus supuestos amigos. Por eso pregunta con ansiedad: “¿Alguien ve esperanza en mí?” Esa pregunta, de alguna manera, es la interrogante más importante que hace todo paciente a su médico. “¿Mi enfermedad tiene cura? ¿Podré superar estos malestares?” Toda consulta médica está centrada en esta cuestión básica, que interpela a todo médico. Aunque siempre hay que decir la verdad, nunca hay que matar la esperanza, todo agente de salud debe ser un embajador de la esperanza.

Hace unos años, se convirtió en best seller, el libro de Norman Cousins, “Anatomía de una enfermedad”. En esa obra, el autor, redactor jefe del Saturday Review, relata como cayó gravemente enfermo. Fue hospitalizado y se le diagnóstico esclerosis múltiple, una terrible enfermedad que paraliza paulatinamente al cuerpo hasta producir la muerte. Cousins le preguntó a su médico que esperanza de curación tenía, a lo que el facultativo, respondió que muy pocas, ante la insistencia el doctor respondió “sólo hay una posibilidad sobre quinientas de curarse”. Cousins no se resignó y decidió aferrarse a esa ínfima posibilidad. “Esa puedo ser yo”, se dijo. Entonces se instaló en un hotel, eliminó los analgésicos y otras drogas, empezando a administrarse fuertes dosis de vitamina C, ver películas cómicas y procurar cultivar la esperanza. Descubrió las virtudes terapéuticas de la risa. Cada vez que podía reír con ganas, disminuía el dolor y los índices de eritosedimentación en la sangre mejoraban. "He aprendido —escribió N. Cousins— a no desestimar la capacidad del cuerpo y de la mente para regenerarse, incluso cuando las perspectivas parecen pésimas. Estoy persuadido de que la fuerza menos conocida del mundo es la voluntad de vivir."

Fue mejorando hasta la recuperación total. Diez años después, en una concurrida calle de New York, se encontró con el médico que le dio el diagnóstico pesimista. Cuando lo reconoció, fue directamente hacia él y le extendió la mano. El médico respondió al saludo. Entonces Norman le apretó la mano con tal fuerza, que el galeno reaccionó:

— Por favor, suélteme la mano, ya me di cuenta que se recuperó. Ahora, dígame cuál fue el secreto.

— El secreto fue que no creí en su diagnóstico, Le voy a dar un consejo. No le diga a otros pacientes ese tipo de diagnóstico, porque alguno lo puede creer y eso puede resultarle fatal.

Vivamos en esperanza y trasmitamos esperanza, especialmente a quienes están en el lecho del dolor. La esperanza es vida y salud.

 

 

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